Hace más de cinco décadas, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó el primer instrumento mundial codificado de derechos humanos sobre la injusticia racial, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (ICERD, por sus siglas en inglés). Cuando hace unos meses celebramos el 56º aniversario de la ICERD, resulta descorazonador que, dos años después del inicio de la pandemia de la covid-19, las desigualdades en el acceso a las vacunas y a la atención sanitaria se sigan profundizando en líneas raciales e interseccionales.
En la década de 1960, los Estados de Latinoamérica y el Caribe, Asia y África estaban muy interesados en que se adoptara esta norma. Habían vivido la esclavitud y la colonización que destruyeron sus economías circulares, habían sido testigos de profundas injusticias como las de Palestina y el apartheid de Sudáfrica, y habían tolerado el maltrato de sus comunidades de parientes que vivían como ciudadanos menos que plenos en el mundo desarrollado.